El Santa: 20 años después
¿Puede la memoria colectiva sucumbir a las imágenes de una masacre?
Por Carlos Alberto Rosales Purizaca
Hoy se cumplen 20 años de uno los peores atentados cometidos por el grupo Colina, responsable de la violación sistemática los derechos humanos durante la década fujimorista.
Aquella madrugada, 18 integrantes de grupo paramilitar ingresaron a las casas de 9 campesinos y los obligaron a subir a unos vehículos con rumbo desconocido. Desde entonces los familiares libraron una incansable lucha por obtener justicia y hallar a los desaparecidos.
¿Pero qué motivó aquella masacre? ¿Qué pasó realmente antes y después de la madrugada del 2 de mayo de 1992? Repasemos aquí los principales hechos:
La amenaza
El hijo del dueño de la fábrica San Dionisio, harto de tanto reclamo, apuntó su pistola hacia el rostro de Jesús Manfredo Noriega Ríos, quien iba al frente de la marcha.
Los campesinos indignados defendieron a su líder lanzando piedras a Jaime Fung, cuyas venas convulsionadas por la ira lo obligaron a proferir: “se van a joder conmigo porque no saben con quién se están metiendo”.
La lucha por la reivindicación de los derechos laborales de parte de los “campesinos sin tierra”, se convirtió por aquel entonces en un acto cotidiano.
Las esquirlas del abuso cometido por los dueños de las fábricas se incrustaban cada vez más en la piel de los campesinos, cuya voz se hizo sentir a fines de 1991 por los distintos rincones del distrito de El Santa.
Este lugar fue uno de los tantos donde se libró la sangrienta batalla del terrorismo en el Perú, pero también escogido como campo anónimo para cometer violaciones de derechos humanos.
Por aquel entonces, el conflicto por las tierras construía un escenario confuso en el que con facilidad, cualquier campesino podía ser injustamente acusado de subversivo por el solo hecho de reclamar un pedazo de tierra para labrarla.
El 29 de marzo de 1992, treinta terroristas perpetraron un atentado contra la desmotadora de algodón San Dionisio, generando un incendio con cuantiosas pérdidas materiales.
La amenaza que Jaime Fung hizo a los campesinos no pasó desapercibida. Los incesantes reclamos por la tierra sumados al atentado fueron la mezcla perfecta para que la apatía de los Fung Pineda hacia los campesinos estallara en una furia incontenible.
No cabía duda que para Jorge Fung —patriarca de la familia y dueño de la fábrica— los campesinos estaban detrás del atentado terrorista.
Fue así como se valió de su amistad con Juan Bosco Hermoza Ríos, hermano de Nicolás de Bari Hermoza Ríos y por aquella época el Comandante General del Ejército peruano.
En abril de ese año, una vivienda del distrito limeño de Miraflores fue el lugar escogido para maquinar la venganza.
Se reunieron Jorge Fung Pineda, Santiago Martín Rivas —jefe del “Destacamento Colina”, organización compuesta por militares y civiles, dependiente del Servicio de Inteligencia Nacional— y otros miembros del ejército.
Jorge Fung, con pleno conocimiento de los Hermoza Ríos, logró convencer a Santiago Martín Rivas de realizar un operativo en El Santa para implicar a los campesinos en actos terroristas y borrarlos de la faz de la tierra.
El ensañamiento
Mientras los pobladores de El Santa celebraban el día del trabajo, 18 miembros del Destacamento Colina viajaban desde Lima hacia El Santa en varios vehículos con lunas polarizadas, con armas de corto y largo alcance, provistos de palas, picos, cal y vestidos con capuchas. Al llegar al asentamiento humano La Huaca se desató una cacería infernal.
Mientras un grupo de vigilantes de la empresa Sider Perú ingería licor en las afueras de una bodega, aparecieron las camionetas. Los vigilantes, al creer que se trataba de sus supervisores, huyeron despavoridos del lugar. Este hecho llamó la atención del escuadrón de aniquilamiento, creyendo que se trataba de los campesinos, emprendieron su persecución.
Gilmer Ramiro León Velásquez, llegaba a su casa en una bicicleta y al cruzar la esquina vio las camionetas estacionadas, quiso huir asustado pero fue confundido con uno de los vigilantes.
Una vez detenido y después de golpearlo salvajemente lo subieron a una de las camionetas. Lo mismo ocurrió con Pedro Pablo López Gonzáles, quien fue arrebatado de su dormitorio en ropa interior y subido a uno de los vehículos.
Usando pintura roja, los sujetos escribieron en las paredes de su casa: “Muerte a los ladrones del pueblo”. El abuso se propagó como pólvora al interior de otros inmuebles.
Denis Atilio Castillo Chávez por defender a su hermana Flor Rocío, quien recibió un golpe en su pecho con la culata de una metralleta, fue obligado a subir al vehículo. Lo mismo ocurrió con Pedro Federico Coquis Vásquez.
La casa de Jesús Manfredo Noriega Ríos, el hombre que meses atrás encabezó la marcha campesina que motivó la furia de los Fung Pineda, ubicada en el asentamiento humano Javier Heraud, quedó pertrecha en la más absoluta orfandad.
Lo sacaron a golpes de su cama y antes de subirlo a la camioneta, hicieron otra pinta en una pared de su casa: “Viva el presidente Gonzalo PCP”, haciendo alusión al jefe del Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso.
Luego se dirigieron al asentamiento humano San Carlos.
Después de patearlo, Carlos Tarazona More fue extraído de su casa, pero su hermano Jorge Luis salió en su defensa.
—Llévenme a mí, él tiene sus hijas, a él déjenlo.
—Ah!, ¡Con que tú también quieres ir, entonces vamos!—respondieron desafiantes los secuestradores.
Ambos fueron subidos a la camioneta para luego irrumpir en la casa de la familia Barrientos, a cuya madre la hirieron con la culata del revólver, cayendo desmayada.
Al resto de la familia la obligaron a echarse al suelo boca abajo. Pero un niño de once años salió corriendo queriendo escapar.
Esta situación es aprovechaba por Maribel Barrientos Velásquez para mirar a uno de los secuestradores —el único que no llevaba pasamontañas y que además vestía un buzo celeste y zapatillas blancas—.
Roberto y Carlos Alberto Barrientos Velásquez, después de golpearlos en el estómago y los genitales, jalándolos de los cabellos son subidos a las camionetas.
Antes de partir, los secuestradores dejaron una clara advertencia: no denunciar nada de lo visto.
El silencio permanente
Al irse solo dejaron en el camino una nube de polvo que sumía al pueblo en el más oscuro sobresalto.
Los testigos presenciales se dirigieron a la comisaría para denunciar lo ocurrido, pero sus reclamos no fueron atendidos por el policía de turno.
Ignoraban que el policía en retiro que colaboró en el allanamiento para identificar a los secuestrados era Santos Silvestre Caballero Villanueva, nada menos que el guardaespaldas del alcalde del distrito de El Santa.
Después de acompañar al alcalde a un evento deportivo en otra localidad, Santos Caballero regresó a El Santa y antes del secuestro fue visto en la comisaría del distrito.
Al no encontrar respuesta, los familiares viajaron a Chimbote, pero en el túnel de Coishco personal de la Marina de Guerra les impidió continuar.
Mientras tanto, al lado derecho de la carretera Panamericana Norte —con dirección a la ciudad de Trujillo— los campesinos eran ejecutados y enterrados en una chacra.
Con las manos manchadas de sangre los secuestradores se dirigieron a Trujillo —capital del departamento de La Libertad— donde ingresaron a un restaurante para celebrar el macabro hecho.
Los campesinos fueron declarados desaparecidos. La versión oficial hacía responsable del secuestro al grupo terrorista Sendero Luminoso, pero la indiferencia de las autoridades empezaba a levantar sospechas.
Las pintas con las que habían adornado las fachadas de algunas casas eran un elemento distractor, un artefacto decorativo que intentaba desviar la atención de los familiares.
Desde entonces sus reclamos postergados se confundieron en una tormenta de injusticia. Como si de pronto la esperanza convulsiona como parte de una pesadilla, un oscuro sueño del que nunca es posible despertar.
Maribel Barrientos se convirtió en pieza fundamental al investigar los hechos. El rostro del hombre que ella vio aquella trágica noche pertenecía a Martín Rivas.
Ese testimonio le costó a Maribel Barrientos una falsa acusación de terrorista, que la llevó a pasar cinco años en el penal Santa Mónica.
La Fiscalía Provincial de El Santa ignoró los testimonios de dos familiares de las víctimas, quienes meses antes de ocurridos los hechos fueron contactadas por policías para ponerlas en sobre aviso, advirtiéndoles que sus esposos formaban parte de una lista negra.
Con el fin de encubrir a los responsables, el 31 de agosto de 1995 se decide archivar la investigación, amparándose en una ley de amnistía para policías y militares que incurrían en actos contra los derechos humanos.
Se trataba de una de las nefastas leyes promulgadas durante el régimen dictatorial de Alberto Fujimori que pretendía silenciar el crimen y premiar con la impunidad a los delincuentes.
La caída del gobierno de Alberto Fujimori fue el detonante ideal para que la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos denuncie a los implicados en el crimen.
El 25 de octubre de 2000, se denunció penalmente a Vladimiro Montesinos Torres, asesor del presidente Fujimori, los generales del ejército (en retiro) Julio Salazar Monroe y Nicolás de Bari Hermosa Ríos, y el Mayor del ejército (en retiro) Santiago Enrique Martín Rivas.
La denuncia incluía, entre otros crímenes, el secuestro y desaparición de los pobladores de los Asentamientos Humanos “La Huaca”, “Javier Heraud” y “San Carlos”, en el distrito de El Santa.
El 14 de febrero de 2003 se abrió proceso penal contra los presuntos autores de los desaparecidos y en octubre de 2010, fueron sentenciados.
Los límites del olvido
Sin embargo, ver a los autores del crimen tras las rejas no logró disipar la indignación de los familiares de las víctimas. La noticia solo causó un efecto sedante que duró muy poco en sus voluntades agujereada por el olvido.
Después de 19 años, una pregunta se elevaba en el imaginario colectivo de los familiares: ¿qué hacer con esos recuerdos tatuados en sus mentes?
A pesar que su esperanza fue secuestrada por el silencio del poder judicial, los familiares no cesaron nunca de buscar los restos de las víctimas.
Día a día caminaban para escarbar entre la tierra a ver si lograban encontrar algo. Era como una procesión interminable en el interior de cada uno. En sus casas yacían intactas las pertenencias de sus familiares.
Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, pero también lo primero que mata. Ellos lograron sobrevivir de aquella masacre y desde entonces lo que nunca los mató, hoy los fortalecía por dentro.
Hasta que la mañana del jueves 4 de agosto de 2011 —en medio de un descampado en la zona de Huaca Corral, a la altura del kilómetro 465 de la Panamericana Norte—, encontraron cráneos perforados por balas, prendas que llevaban puestas aquella fatídica noche y cuerpos enterrados de rodillas o de pie.
Una cadena con un corazón que nunca más volverá a latir, una pulsera con una chaquira arrancada de las entrañas de la tierra y una venda por la luxación anónima de un hueso que se resiste a moverse.
Encontrar los cuerpos les permitía terminar con ese duelo permanente que latía en el fondo de sus corazones. Hay latidos que tardan años en sentirse.
El Ministerio Público concluyó que los restos encontrados pertenecían a los nueve campesinos del distrito de El Santa, desaparecidos el 2 de mayo de 1992.
20 años no logran borrar de la memoria aquellas imágenes en las que la dignidad fue acribillada por el abuso más atroz.