Monumental tragedia para reflexionar
Lo que pudo terminar en un sano encuentro deportivo se transformó en una vergonzosa tragedia que enluta a la familia de Walter Arturo Oyarce Domínguez, por causa de unos desadaptados que nunca entenderán que como todo deporte, el fútbol también tiene sus reglas y la primera de ellas es el respeto a la integridad física de los simpatizantes del equipo adversario.
No se entiende cómo ese grupo de salvajes —un verdadero hincha es aquel que respeta la vida y entiende el deporte como una sana competencia—, lograron burlar cualquier tipo de control e ingresar a unos palcos donde se supone hay todos los mecanismos de seguridad correspondientes.
Quienes deben velar por la seguridad en estos encuentros deportivos no han aprendido la lección. No es la primera vez que esto ocurre. Sin ir muy lejos, aún yace abierta la herida que dejó en nuestra sociedad la muerte de María Paola Vargas, quien hace un par de años fuera arrojada por unos barristas desde una combi en plena avenida Javier Prado.
Y es que para estos sujetos, que se esconden cobardemente detrás del escudo de un club de fútbol, la vida es un juego a la ruleta que gira en función de sus arteros impulsos. Estos individuos actúan como animales porque no son capaces de usar la razón, aquella que nos permite respetar unas normas de convivencia en común.
No es posible que después de tantas muertes causadas por estos hechos vandálicos sigamos atrapados en un círculo vicioso del cual no sabemos cómo salir. Es inadmisible que el fútbol nos someta cada cierto tiempo a sobresaltos mortales, como si las tribunas de un estadio fueran el cruel escenario de una burda batalla.
Algo grave nos afecta como sociedad al comprobar que para algunos la muerte es el trofeo con el que se premia a quien quiere conquistar respeto. La nefasta cultura combi se ha instalado de forma atrevida en los estadios. ¿A qué nivel hemos llegado?
¿Dónde quedó el empadronamiento de los hinchas de cada equipo como medio de prevención? ¿Por qué la policía dejó ir a los responsables? ¿Cómo explicar la actitud desalmada de quienes tuvieron la desfachatez de lanzar piedras a la ambulancia? Mientras los organizadores de este tipo de encuentros no brinden las garantías de seguridad adecuadas, los partidos de fútbol no deben realizarse.
No es posible que se permita el ingreso de luces de bengalas, fierros, botellas de vidrio y objetos punzocortantes. A ello se suma el efecto desencadenante del alcohol, que cuando fermenta en la sangre agitada de los barristas, el resultado puede ser desastroso. ¿No se supone que está prohibido el ingreso de bebidas alcohólicas a los palcos?
Algo tenemos que hacer para evitar que las nuevas generaciones hereden injustamente una sociedad que permite que el caos se apodere del fútbol. Se debe castigar ejemplarmente a quienes desde el anonimato colectivo creen que la violencia es el pasaporte para ingresar a una selva futbolística, un lugar diseñado para las tendencias compulsivas.
Lo más triste: ¿es necesario que la sangre se derrame en la tribuna de un estadio para reclamar un hecho que se suscita de manera frecuente en este tipo de encuentros?
En el corazón de miles de peruanos se entremezcla la indignación, la rabia, la frustración y la impotencia de ver cómo unos delincuentes son capaces de hacer lo que les da la gana. Esto no debe continuar. Debe caer todo el peso de la ley para los responsables. Pero también se deben plasmar los mecanismos que garanticen que hechos como este no vuelvan a ocurrir.
Una última reflexión, la violencia desatada por los barristas en los encuentros de fútbol es acaso una pequeña sombra del inmenso desorden al que está sometido nuestra sociedad.
La necesaria sanción a los responsables, el cierre justificado de un estadio —porque no brinda las garantías de seguridad— no solucionan por sí solo un problema mayor que acarrea desde hace décadas y que impera en cada rincón de nuestra sociedad.
Esos barristas por cuyos actos hoy nos rasgamos las vestiduras son hijos de una sociedad de la que también formamos parte. ¿De qué forma hemos permitido que la violencia se instale fácilmente en las tribunas de un estadio, en el dormitorio de una casa, en el aula de un colegio, en la acera de una calle, en los reclamos de una población enardecida?
La solución por tanto no solo la tienen los dirigentes del fútbol, los congresistas y los policías. La convivencia pacífica solo se cultivará cuando con nuestros actos seamos capaces de transmitir la cultura del respeto a esa generación que creció creyendo erróneamente que la violencia es el mejor medio para solucionar los conflictos.
Una aguda crisis social subyace detrás de esta lamentable tragedia futbolística. Esta situación obliga a hacernos una autocrítica sincera como sociedad. ¿Qué sociedad hemos fabricado con nuestro silencio y permisividad? ¿Qué sociedad queremos construir de ahora en adelante?